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La Montaña Mágica COMPLEMENTARIAX

Por: Thomas Mann.
Tipo de material: materialTypeLabelLibroEditor: España Circulo de Lectores 2003Edición: 1 Edición.Descripción: 961 p.ISBN: 84-672-0271-8.Clasificación CDD: C223 Resumen: La montaña mágica no es un libro, ni siquiera una historia; es la existencia humana, es el tiempo de vida y de muerte. El lector que decide instalarse en la montaña debe estar preparado para un larguísimo viaje por la vida. Una vida que, a veces, dura un día, o también puede durar años. El lector que toma la decisión de embarcarse con Thomas Mann en un trayecto de más de 1000 páginas, iniciado en 1924, donde pisamos todo lo imaginable y abarcamos, de manera profunda y meditada, la muerte, la enfermedad, el amor, la política, la medicina y, en definitiva, al individuo. Ese lector valiente se muda al universo de Hans Castorp, un joven a punto de asomarse por primera vez al abismo de la vida y a los ojos de un moribundo. Y el lector, al igual que Hans, se aisla del mundo de “ahí abajo” para habitar el mismísimo universo. Ahí, creo yo, radica toda la belleza de este libro. Árduo en su lectura, para qué negarlo, dificil a veces, enternecedor otras y, casi siempre, sorprendente. La maldad pasea despacio entre los personajes, está presente, junto al amor, junto a la muerte y hace guiños permanentes a la vida. La maldad como “el arma más brillante de la razón contra las fuerzas de las tinieblas y la fealdad. La maldad—dice nuestro literato Settemnbrini—es el espíritu de la crítica, y la crítica es el origen del progreso y la ilustración”. ¿Qué sucede en La montaña mágica? No sucede nada y al mismo tiempo, todo acontece, todo está allí arriba. Todo cambia y al mismo tiempo permanece, la juventud se disipa, la enfermedad se habita como se habitaría un país, una ciudad. Y siempre bajo la atenta mirada del tiempo y, a veces, del hastío que en ocasiones nos trae suaves efluvios de la obra de Pessoa, Pavese o Buzzati. El tiempo como extensión infinita, como un desierto de tártaros. “La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se desarrolla cada vez más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre”. La montaña está bañada en tristeza, es cierto, pero desde la terraza, desde el mirador, bajo la manta, se extienden las montañas, el aire frío, la vida y todo lo que debe volver. Todo es espera, vivir es esperar. “Hans Castorp aspiró profundamente el aire puro de la montaña, ese aire fresco y ligero que penetra sin esfuerzo, carente de humedad, de contenido, de recuerdos…”. El amor, parte del desierto del tiempo, latente en cada página, nos acoge de una manera agria y dulce al mismo tiempo, enredado en una pura contradicción, al igual que en la vida. La figura de Madame Chauchat, llena las hojas de este libro como una brisa estacional a veces y como un vendaval otras. El lector, hombre o mujer, cae rendido a sus pies, mira, una y otra vez, la pequeña radiografía que desvela el misterio que el autor tan bien ha sabido construir en torno al gesto de esta mujer entre “la gente de las alturas”. Donde “la enfermedad transformaba la esencia en cuerpo”. La montaña mágica es también un baño de belleza, donde la palabra brilla, se acomoda en cada párrafo como una caricia del buen gusto, del escritor grande que se detiene en cada frase como si fuera la única. Con unas descripciones del comportamiento humano, del ademán corporeo, sublimes, el autor consigue que sintamos, toquemos y respiremos a través de todos y cada uno de los personajes que suben a la montaña; “…de repente se agarraba como un poseso a su vecino, hombre o mujer, lo sujetaba con sus largas manos como con unas tenazas y lo arrastraba consigo, a pesar de su resistencia llena de espanto y sus gritos de socorro, a los dominios de su propia angustia”. La montaña mágica es un tratado de política, filosofía, historia, medicina, sociología, psicología y literatura. En ocasiones, el lector siente que el conocimiento que emana de sus páginas es imposible abarcarlo en toda una vida, quizá sea ese uno de los mensajes de Mann: la infinitud dentro de la finitud de la propia muerte, de la enfermedad que “acentúa la conciencia del cuerpo…”. Subir a esta montaña es estar dispuesto a no bajar, a perderse en ella para encontrarse con uno mismo al mismo tiempo que nos tropezamos con la humanidad. El autor toma partido y a medida que avanzamos en la lectura creo decubrir, intuir, adivinar su voz nítida instalada en uno de sus personajes, un profesor humanista, ideológo, arquitecto de la República Universal, y mentor, por definirlo de alguna manera, de “nuestro héroe”. La nueva traducción de Isabel García Adánez para la editorial Edhasa en 2005 es, sin duda, excelente. De decisiones arriesgadas y envuelta en una complicidad extrema, resuelve con astucia todos los problemas que el texto plantea. Salva algunas de las dificultades del texto original, sin duda, y suaviza el lenguaje hasta dejarlo fluir, igual que los años. Y como toda gran obra y gran montaña, la cumbre es alcanzada y en ella, el gozo, la satisfacción y también la calma, nos sobrevienen. Allí encontramos la enfermedad, la muerte, las despedidas, los apegos y la desesperación, pero también es la paz, el sosiego del “no hacer”, la contemplación del mundo, la búsqueda de respuestas, la eternidad que anida al final de una vida. Un libro, pese a todo, vital; obligatorio para todo aquel que escribe, aquel que siente la lectura como un estado hipnótico, una experiencia estética, es para aquellos lectores que se quedan viviendo en los libros y los hacen suyos para siempre. Un libro para un largo verano o noches de insomnio en un desierto. Un desierto que nunca termina y que puede ser atravesado como el lector elija, desde y hacia donde él decida. Es un libro que altera cualquier experiencia humana del tiempo, el tiempo como objeto, como juego novelesco e intelectual, algo con lo que su autor disfruta, y mucho, desde la primera página hasta la última. “La enfermedad acentuaba la conciencia del cuerpo, remitía al hombre a su propio cuerpo y lo dejaba enteramente a merced de éste; así pues, al rebajar al hombre a esa categoría de mero cuerpo, perjudicaba a su dignidad hasta el punto de acabar con ella. La enfermedad era por tanto, inhumana”.Nota de existencias: 1
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La montaña mágica no es un libro, ni siquiera una historia; es la existencia humana, es el tiempo de vida y de muerte. El lector que decide instalarse en la montaña debe estar preparado para un larguísimo viaje por la vida. Una vida que, a veces, dura un día, o también puede durar años. El lector que toma la decisión de embarcarse con Thomas Mann en un trayecto de más de 1000 páginas, iniciado en 1924, donde pisamos todo lo imaginable y abarcamos, de manera profunda y meditada, la muerte, la enfermedad, el amor, la política, la medicina y, en definitiva, al individuo. Ese lector valiente se muda al universo de Hans Castorp, un joven a punto de asomarse por primera vez al abismo de la vida y a los ojos de un moribundo. Y el lector, al igual que Hans, se aisla del mundo de “ahí abajo” para habitar el mismísimo universo. Ahí, creo yo, radica toda la belleza de este libro. Árduo en su lectura, para qué negarlo, dificil a veces, enternecedor otras y, casi siempre, sorprendente. La maldad pasea despacio entre los personajes, está presente, junto al amor, junto a la muerte y hace guiños permanentes a la vida. La maldad como “el arma más brillante de la razón contra las fuerzas de las tinieblas y la fealdad. La maldad—dice nuestro literato Settemnbrini—es el espíritu de la crítica, y la crítica es el origen del progreso y la ilustración”.

¿Qué sucede en La montaña mágica? No sucede nada y al mismo tiempo, todo acontece, todo está allí arriba. Todo cambia y al mismo tiempo permanece, la juventud se disipa, la enfermedad se habita como se habitaría un país, una ciudad. Y siempre bajo la atenta mirada del tiempo y, a veces, del hastío que en ocasiones nos trae suaves efluvios de la obra de Pessoa, Pavese o Buzzati. El tiempo como extensión infinita, como un desierto de tártaros.

“La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se desarrolla cada vez más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre”.

La montaña está bañada en tristeza, es cierto, pero desde la terraza, desde el mirador, bajo la manta, se extienden las montañas, el aire frío, la vida y todo lo que debe volver. Todo es espera, vivir es esperar.

“Hans Castorp aspiró profundamente el aire puro de la montaña, ese aire fresco y ligero que penetra sin esfuerzo, carente de humedad, de contenido, de recuerdos…”.

El amor, parte del desierto del tiempo, latente en cada página, nos acoge de una manera agria y dulce al mismo tiempo, enredado en una pura contradicción, al igual que en la vida. La figura de Madame Chauchat, llena las hojas de este libro como una brisa estacional a veces y como un vendaval otras. El lector, hombre o mujer, cae rendido a sus pies, mira, una y otra vez, la pequeña radiografía que desvela el misterio que el autor tan bien ha sabido construir en torno al gesto de esta mujer entre “la gente de las alturas”. Donde “la enfermedad transformaba la esencia en cuerpo”.

La montaña mágica es también un baño de belleza, donde la palabra brilla, se acomoda en cada párrafo como una caricia del buen gusto, del escritor grande que se detiene en cada frase como si fuera la única. Con unas descripciones del comportamiento humano, del ademán corporeo, sublimes, el autor consigue que sintamos, toquemos y respiremos a través de todos y cada uno de los personajes que suben a la montaña; “…de repente se agarraba como un poseso a su vecino, hombre o mujer, lo sujetaba con sus largas manos como con unas tenazas y lo arrastraba consigo, a pesar de su resistencia llena de espanto y sus gritos de socorro, a los dominios de su propia angustia”.

La montaña mágica es un tratado de política, filosofía, historia, medicina, sociología, psicología y literatura. En ocasiones, el lector siente que el conocimiento que emana de sus páginas es imposible abarcarlo en toda una vida, quizá sea ese uno de los mensajes de Mann: la infinitud dentro de la finitud de la propia muerte, de la enfermedad que “acentúa la conciencia del cuerpo…”. Subir a esta montaña es estar dispuesto a no bajar, a perderse en ella para encontrarse con uno mismo al mismo tiempo que nos tropezamos con la humanidad.

El autor toma partido y a medida que avanzamos en la lectura creo decubrir, intuir, adivinar su voz nítida instalada en uno de sus personajes, un profesor humanista, ideológo, arquitecto de la República Universal, y mentor, por definirlo de alguna manera, de “nuestro héroe”.

La nueva traducción de Isabel García Adánez para la editorial Edhasa en 2005 es, sin duda, excelente. De decisiones arriesgadas y envuelta en una complicidad extrema, resuelve con astucia todos los problemas que el texto plantea. Salva algunas de las dificultades del texto original, sin duda, y suaviza el lenguaje hasta dejarlo fluir, igual que los años.

Y como toda gran obra y gran montaña, la cumbre es alcanzada y en ella, el gozo, la satisfacción y también la calma, nos sobrevienen. Allí encontramos la enfermedad, la muerte, las despedidas, los apegos y la desesperación, pero también es la paz, el sosiego del “no hacer”, la contemplación del mundo, la búsqueda de respuestas, la eternidad que anida al final de una vida.

Un libro, pese a todo, vital; obligatorio para todo aquel que escribe, aquel que siente la lectura como un estado hipnótico, una experiencia estética, es para aquellos lectores que se quedan viviendo en los libros y los hacen suyos para siempre. Un libro para un largo verano o noches de insomnio en un desierto. Un desierto que nunca termina y que puede ser atravesado como el lector elija, desde y hacia donde él decida. Es un libro que altera cualquier experiencia humana del tiempo, el tiempo como objeto, como juego novelesco e intelectual, algo con lo que su autor disfruta, y mucho, desde la primera página hasta la última.

“La enfermedad acentuaba la conciencia del cuerpo, remitía al hombre a su propio cuerpo y lo dejaba enteramente a merced de éste; así pues, al rebajar al hombre a esa categoría de mero cuerpo, perjudicaba a su dignidad hasta el punto de acabar con ella. La enfermedad era por tanto, inhumana”.

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